En la hondura de la selva amazónica: inhóspita, hostil e inhabitable, entre la voraz vegetación tropical, tórrida y umbría, espesa y verdeoscura, el incesante zumbido de tábanos y mosquitos, la algarabía de trinos de aves multicolores, papagayos, iguanas, loros, guacamayos, jaguares, sones de tambores; orquídeas flotando sobre las aguas, cocodrilos, anacondas y pirañas; mariposas enormes, amarillas; lianas trepando, frondosas, sobre las ramas; ráfagas de viento ardiente, huracanado; el capitán Francisco de Orellana, el 26 de Diciembre de 1541, emprende la primera navegación del río más largo y caudaloso del mundo, el Amazonas, a bordo de un bergantín, el San Pedro, junto a 57 intrépidos españoles: vascos, asturianos, gallegos, castellanos, andaluces y extremeños, y de entre ellos, náufragos vasallos, dioses trujillanos: Lorenzo Muñoz, Rodrigo de Arévalo, Fray Gaspar de Carvajal, Francisco de Orellana. Todos ellos, héroes de leyenda y de historia a manos llenas.

Huérfano de padre desde niño, Francisco de Orellana nace en Trujillo en 1511. A la edad de 16 años se embarca a Tierra Firme, participando junto a sus primos, Francisco, Hernando, Juan y Gonzalo Pizarro, en el Perú, en las conquistas de Lima, Trujillo, el Cuzco y Puerto Viejo, donde quedará tuerto en la batalla. En 1538 funda en ultramar la ciudad de Santiago de Guayaquil, “La Perla del Pacífico”, hoy uno de los puertos más importantes del Ecuador.

En busca de fama y riquezas; honor, gloria y fortuna, atraídos por el fabuloso tesoro del reino de El Dorado, y la inmensa riqueza en especias del País de la Canela, Gonzalo Pizarro inicia la expedición desde Quito, reuniéndose en la falda del volcán, en el Valle de Zumaco, junto a su lugarteniente Francisco de Orellana, que venía de la caliente ciudad de Guayaquil, con veintitrés hombres armados de arcabuces y ballestas. La expedición se completaba con doscientos españoles y cuatro mil indios. Gonzalo, el más temerario y rebelde de los Pizarro, una familia de fábula, llevaba con él doscientos caballos, cabalgaduras, yelmos, corazas y armaduras; infantes y caballeros. Numerosas llamas, que se utilizaban como bestias de carga, una jauría de perros amaestrados, rebaños de cerdos y provisiones.

Después de penosas fatigas salvando barrancos, lluvias torrenciales, pasando hambre, ataques de los indios que les arrojan flechas envenenadas, cruzando los andes, se internaron en la selva, comenzando las calamidades al atravesar la cordillera, extenuados, donde murieron la mayor parte de los expedicionarios acostumbrados al clima suave de la meseta ecuatoriana. Faltos de provisiones, la exploración se iba haciendo cada vez más intrincada; la humedad de la selva tropical, la tierra más exuberante del planeta, uno de los lugares más impregnado de leyenda, de una geografía a ratos insalubre, comenzaba a enmohecer los trajes, a oxidar las armas y a descomponer los víveres y las semillas. La pólvora, como no se guardaba con mucha cautela, se humedecía y no servía para nada. Las continuas molestias provocadas por los enjambres de insectos y las mordeduras de vampiros, murciélagos y serpientes venenosas, produjeron un estado de excitación nerviosa entre los expedicionarios.

Adentrándose en las profundidades de la selva, en la inmensidad amazónica, entre su espesura escarpada, pronto empezaron a escasear los víveres, por lo que decidieron construir un bergantín, el San Pedro -que medía unos diez metros de eslora y contaba con un mástil para una vela- por el que navegar por el tumultuoso río Coca. Acordando entonces que Orellana se adelantara en busca de alimentos.
Francisco de Orellana zarpa el 26 de diciembre de 1541, llevando a bordo del frágil navío cincuenta y siete hombres.

No encontrando víveres en su recorrido pero sí muchas dificultades. Tras una penosa navegación, abandonados a su suerte, decidieron proseguir corriente abajo arrastrados por sus vertiginosas aguas. Ante la imposibilidad de remontar el río que descendía impetuoso, abandonaron la idea de volver, y al resto de la expedición. Como la embarcación que llevaban no era suficiente para la empresa se decidió la construcción de un bergantín mayor, el Victoria.

Del Coca pasaron al Napo, navegando por el río, como náufragos en alta mar. Durante la travesía fueron hostigados por los indios omaguas que poblaban las orillas del río; los jíbaros, la más cruel y legendaria tribu de la Amazonia, y por los aucas, la más feroz y sanguinaria.

Pero sobre todo por hermosas mujeres en canoas. Las describió como rubias, de grandes y fuertes miembros, audaces y belicosas, valerosas guerreras que se defendían de los invasores con flechas envenenadas. Eran altas, con largas trenzas enrolladas sobre la cabeza. Vestían túnicas de algodón y mantas de lana con brillantes plumas, o andaban semidesnudas. Cada año incursionaban en las tribus vecinas, selva adentro, entre gritos y timbales de batalla, atrapando a los mancebos para convertirlos en esclavos. Después del apareamiento, lo mismo que en la leyenda griega, conservaban sólo a las hembras, adiestrándolas en el manejo de las armas y en el arte de la guerra, y los varones sobrevivientes eran sacrificados o mutilados. Por lo que Orellana decidió bautizar al río con el nombre mítico del Amazonas.

En aquel ignoto lugar, en el confín del mundo, sintiendo la lealtad de sus hombres, el descubridor de la mayor corriente fluvial del planeta, el Tuerto trujillano tiene 30 años y poblada barba negra, avanzando aguas abajo por el exótico paraíso de resplandor y asombro, destellos de fastuosidad y misterio, de un desconocido e inmenso y caudaloso torrente, el magnífico Amazonas, que resultó ser uno de los mayores de la tierra. Venciendo el hambre, la fatiga, el frío y la desesperación, abriéndose camino por medio del coraje y de la espada, se aventuran navegando a la deriva y sobreviven: La fe y la ambición mueven sus almas. Engullidos en la hondura de la jungla, a través de parajes nunca transitados, los dos bergantines, achicando agua, bamboleando al viento, enderezando el timón, expuestos a las flechas emponzoñadas de los indios, hostigaban a los españoles sin cesar con sus lanzas y cerbatanas.

Navegando el torrente inexplorado del anchuroso Amazonas, siguiendo su curso serpenteante de fangosa agua rizada; navegando el río más caudaloso del planeta, según nos cuenta la crónica del capellán, el también tripulante y trujillano, el fraile dominico Gaspar de Carvajal, quien relató los pormenores del descubrimiento y descenso del Amazonas desde su inicio a su desembocadura; el 26 de Agosto de1542 pudieron ver al fin el mar después año y medio de aventura.

La vieja ambición de encontrar una vía de comunicación entre las tierras altas del Perú y el Océano Atlántico se había cumplido; el Amazonas había sido descubierto para la navegación, atravesando todo el continente de parte a parte. Llegan al fin triunfantes a la desembocadura del Atlántico, pero famélicos, desfallecidos, diezmados.

De regreso a mar abierto en la mar Océana, el incansable Orellana embarca para España para conseguir la gobernación de las tierras conquistadas. En mayo de 1543, después de 16 años de ausencia, el navegante español Francisco de Orellana, llega a Valladolid, ciudad que albergaba la Corte.

Fue recibido en ausencia del Emperador, por el entonces Regente Príncipe Felipe, el que fuera el vallisoletano más español de todos los monarcas, donde el relato de su expedición navegando el río mar, una de las gestas más audaces de la aventura española en América, que sólo la fe en Dios hizo posible, llamó poderosamente la atención. Sin hacerle olvidar que la evangelización era el fin último de la conquista, se le concedió, en las Capitulaciones del 13 de febrero de 1544, el reconocimiento jurídico de las tierras conquistadas; el título de Adelantado, Gobernador y Capitán General, y la Real Cédula del Descubrimiento y Población de Nueva Andalucía, para poder gozar de todas las honras, gracias, mercedes, franquezas y libertades, preeminencias, prerrogativas e inmunidades… del vasto territorio de las Amazonas.

Orellana aceptó ante escribano todas y cada una de las cláusulas contenidas en la Capitulación.
Su intención de partir de nuevo para conquistar y poblar las tierras descubiertas pasaba por trasladarse a la pujante y cosmopolita ciudad de Sevilla para contratar las naves que le acompañaran. Allí encuentra el amor: Ana de Ayala, quien le seguirá en su nueva aventura oceánica. Orellana y Doña Ana se unen en matrimonio. Se casaron en la Iglesia de la Macarena el 24 de noviembre de 1544.

Sin embargo los preparativos se dilataban debido a la falta de recursos. La Corona, que no invertía maravedí alguno en la empresa, además de ampliar sus dominios, obtenía el beneficio del veinte por ciento o quinto real.

Finalmente gracias a la financiación de Cosme de Chaves, padrastro de Orellana, la expedición pudo partir. Saliendo Orellana de madrugada desde San Lúcar de Barrameda el 11 de marzo de 1545, al mando de cuatro naves, rumbo a las islas Canarias. Bramando el mar, silbando el viento, haciendo escala en Cabo Verde, tuvieron que desechar, desvencijada, la Nao Capitana.

Zarpando el resto de los navíos, zangoloteando, mar adentro, rumbo a la Nueva Andalucía. Naufragando uno de ellos, con 77 tripulantes a bordo, durante la azarosa travesía. Las dos naves restantes consiguieron embarrancar a duras penas en la desembocadura del Amazonas río arriba.

En 1546 Orellana perece en el intento de remontar el Amazonas junto a la mayoría de sus hombres. Muere a los 35 años, en noviembre de 1546, dejando el camino abierto a la colonización de un sistema fluvial inigualable, de la red navegable más grande del mundo.